El día que Gabo me regaló un mango
Fue en Cartagena de Indias una tarde de domingo de septiembre de 1990. Recién había terminado la universidad y por una de esas carambolas que sacuden el establecimiento, terminé trabajando en una agencia de publicidad que funcionaba en una casona vieja de la Calle de Don Sancho a pocos pasos de la plaza de la Merced y del Teatro Heredia, joya arquitectónica ecléctica construida por un arquitecto empírico.
Mi trabajo estaba en la producción de fotografías y videos que vendían mentiras, algunas veces sobre las murallas de la ciudad vieja, que fue lo primero que vieron de América tantos negros esclavos, hasta las playas blancas de las Islas del Rosario donde hoy se ven tetas de silicona. Vivía pues al son de cámaras, modelos italianas, ron Tres Esquinas y raspao´de kola con leche. Aún pienso que fue una de las mejores épocas de mi vida.
Nuestro trabajo era conseguir locaciones imposibles, extras atembados y proveer cuanto perendengue se le ocurriera al director del circo del momento. A veces pedían a “martha” y a “juancho” de quienes no voy a decir nada más que sus nombres. Entre esas tareas, ir y venir de decenas de sitios, de trabajar al amanecer y al atardecer - que son las mejores horas de luz - se me iba la semana. Cuando llegaba el sábado mis planes buscaban tranquilidad.
Fue precisamente esa tarde tranquila de domingo sentado en el piso del muelle de las gaviotas, un pantalán de madera para uso doméstico que está junto a la calle sexta y sobre esa lengua de tierra que se mete a la bahía de Cartagena, justo en el centro del barrio de Castillogrande, donde las mansiones de lujo parecen ignorar el olor a mierda que se levanta desde el cieno de la bahía en los días de invierno. Eran las 5:45 de la tarde.
Llegaron en una lancha pequeña, con su lanchero, ayudante canastos y bolsas; como quien viene de un paseo. Yo estaba acompañado hoy no recuerdo por quien, y si recuerdo que comenté para mí, en voz muy baja, ese es García Márquez. Mercedes, su esposa, fue quien primero pisó el muelle con la ayuda del lanchero; luego él, Gabo, con un bolso de fique en una mano y un libro de pasta blanda en la otra.
Mercedes saludó -buenas tardes; -buenas, dije yo. Gabo no saludó, sólo nos miró y siguió con lo suyo. Yo seguía absorto en la operación de desembarco de los inesperados personajes. El ayudante de la lancha descargó un barreño de plástico de donde sobresalían hasta arriba mangos verdes, algunos aún exhibían hojas como banderas nacionales.
Fue entonces cuando Gabo, cogió uno de los mangos con bandera y me lo extendió mientras decía con esa cálida voz suya de hombre del Caribe y que hace sentirse su amigo a quien la oye: “¿Quieres un mango?” No dije nada, no le agradecí, sólo me levanté y le recibí el mango. Me quedé paralizado justo ahí e igual de absorto en ellos como desde el primer minuto que me di cuenta de quiénes eran.
Recuerdo que Mercedes le dijo mientras caminaban con sus motetes hacia una camioneta que los esperaba y justo cuando se giraba a verme: “No te entendió”. “Nombe, ese debe ser cachaco”, le respondió Gabo, “seguro ni le gusta el mango”
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